En el Génesis, inmediatamente después del relato de la creación de la primera pareja humana, ésta recibe un mandato “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla…” (Gn 1,28). La creación de la pareja se explica no sólo como complemento del hombre y la mujer, sino también como instrumento de la vida: multiplicarse es dar la vida y ésta es una de las grandes tareas que Dios encomienda al hombre y a la mujer.
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal, que lleva a los esposos a su recíproca donación y que les hace “una sola carne”, no se agota dentro de la pareja, los trasciende capacitándolos para la máxima donación posible: dar vida a una nueva persona humana por la cual se convierten en cooperadores de Dios. El amor siempre da vida. Por eso, el amor conyugal « no se agota dentro de la pareja. (AL.165). Así los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, se dan más allá de sí mismos a través de la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre. (Familiaris Consortio nº. 14)
Estamos tan acostumbrados al hecho de la reproducción humana y animal que no reparamos en lo grande que es esta capacidad de transmitir la vida. Y sin embargo, cuando pensamos en la muerte o experimentamos de cerca lo que supone que alguien muera, entonces sí que valoramos lo que es vivir.
Dios mismo se define como fuente de vida, Señor de la vida, el que da la vida, “Dios vivo y Dios de vivos”, vida que no muere. Si la muerte es el símbolo de todas las debilidades e insuficiencias humanas, la vida es también síntesis de todas las posibilidades del hombre. La vida es el don más grande que hayamos podido recibir y a su vez es el regalo más formidable que el hombre puede hacer. Transmitir la vida humana no puede reducirse sólo a un proceso biológico sino que cobra su pleno sentido cuando se realiza como un acto de amor.
Los padres, al participar en la obra creadora de Dios y, engendrando por medio del amor que se profesan, una nueva persona, asumen el compromiso de ayudarla a vivir una vida plenamente humana. El hijo no es un derecho de los padres, es un don de Dios, y como tal lo tenemos que acoger en nuestras familias. Ambos, varón y mujer, padre y madre, son «cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes». (Cfr. AL. 172).
El hijo es el fruto del amor – bendecido por Dios-, que se tienen los esposos; esta realidad nos hace sentirnos colaboradores en los planes de Dios y aporta a nuestro matrimonio madurez, responsabilidad y generosidad. La responsabilidad nos la da el ser administradores temporales de los nuevos hijos de Dios a los que tenemos la obligación de acoger y educar para lograr su formación integral, personal y social. La generosidad es parte fundamental del amor paterno, porque educamos a los hijos, no para el bien nuestro, no para que de mayores tengan mucho dinero o brillen socialmente, sino que el objetivo de la educación de nuestros hijos deberá ir encaminado a incorporarlos en la sociedad con afán de servicio.
El plan de Dios sobre el hombre, sobre la pareja humana, es que ésta transmita la vida en toda su riqueza. La vida humana supera a toda vida animal al estar dotada de conciencia y poder ser vivida en libertad. En los hijos la pareja ha de poner lo mejor de sí misma: su amor, que será para ellos signo visible del mismo amor de Dios “del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef. 3,15). La vida del hijo es un don de Dios a sus padres, a su familia. El don de un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la acogida, prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como destino final el gozo de la vida eterna. (AL.166) Un ser único e irrepetible viene a la vida y nos es confiado. Exigirá dedicación y sacrificio, sin duda, pero el gozo del amor consiste en dar y nada hay más valioso que la vida, incluso para Dios. La gloria de Dios es que el hombre viva.