—“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6) —

Anteriormente hemos descrito lo que es el matrimonio en el plan de Dios  y las consecuencias que eso tiene para la celebración del mismo. También hemos dicho que el matrimonio fue elevado por Jesús a la dignidad de sacramento. Al inicio de su vida pública, Jesús realiza su primer signo -a petición de su Madre- con ocasión de un banquete de boda (Jn 2, 1-11) La Iglesia concede gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será signo eficaz de la presencia de Cristo.

El mismo Jesús en su predicación se refirió al sentido original de la unión del hombre y de la mujer tal como el creador la quiso al comienzo de la creación: “lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”. El orden inicial de la creación roto por el pecado queda restablecido por Cristo y en Él encontrará la fuerza necesaria para vivirlo.  Jesús, que reconcilió en sí cada cosa y ha redimido al hombre del pecado, no sólo volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original, sino que también elevó el matrimonio a signo sacramental de su amor por la Iglesia. (AL.71)

La alianza nupcial de Dios con Israel, en amor y fidelidad, prefiguró la nueva alianza de Jesús con su Iglesia. San Pablo en Ef 5, 25-33 ve un símbolo magnifico en el matrimonio cristiano en este amor de  Cristo a su Iglesia. El amor y la fidelidad de Dios hacia el hombre, actualizados en la entrega absoluta de Jesús, se hacen visibles a través del matrimonio convertido en signo y señal de salvación.

San Pablo añade que esto es un “misterio”. Vivir el amor de Dios tal como se manifiesta en Jesús es algo difícil de explicar, es una experiencia incomunicable. Pero una experiencia que Dios ha querido vincular a esa otra experiencia del amor humano en el matrimonio. El amor de Jesús a la comunidad de los creyentes es el modelo de lo que ha de ser el amor conyugal. Y, al revés, la experiencia del amor conyugal nos puede aproximar a comprender la actitud de Cristo con la Iglesia.

Aquí está la razón para comprender por qué el matrimonio cristiano es indisoluble: para ser de verdad reflejo de ese amor que Cristo tiene a su Iglesia, que es un amor irrenunciable. Aunque hay que defender que todo matrimonio auténtico, se celebre entre cristianos o no, debe ser estable y no pasajero, los cristianos tenemos una razón más para mantener esta estabilidad: el ejemplo del amor de Cristo a su Iglesia que el matrimonio cristiano pretende hacer visible ante el mundo. Por eso se afirma la indisolubilidad del matrimonio. La indisolubilidad del matrimonio —“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6) — no hay que entenderla ante todo como un “yugo” impuesto a los hombres sino como un “don” hecho a las personas unidas en matrimonio. (AL.62).

Para terminar esta cuestión sobre el sacramento del matrimonio hay que considerar otro aspecto del mismo: la vida matrimonial que comienza desde el momento en que la pareja contrae matrimonio. Porque el sacramento no es sólo el acto de la boda, el momento del “sí”: es la vida toda que de ahí arranca.

Tampoco el amor de Dios es el acto de un momento, sino una actitud constante y continuada. Y así ocurre con el matrimonio como sacramento y signo de ese amor. El momento inicial es como una semilla que se siembra, pero que hay que cultivar para que dé fruto. A lo largo de toda una vida compartida se pone de manifiesto hasta dónde es capaz de llegar el amor humano como signo del amor de Dios. La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de satisfacciones y de búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en el camino de la amistad, que mueve a los esposos a cuidarse: « se prestan mutuamente ayuda y servicio. (AL.126)

Naturalmente, estamos hablando de personas y como tales, su vida es muchas veces un camino tortuoso, con algunas dificultades, pero sobre todo marcado por los momentos de felicidad y plenitud y, también, de apertura al mundo. Aquel proyecto inicial se va haciendo realidad gracias al amor y a la fidelidad en el seno del hogar familiar y como signo y testimonio de la presencia de Dios en el mundo. El mundo está siempre necesitado de amor, de ternura, de gratuidad y el matrimonio está llamado a mostrar que estos valores existen y es posible vivirlos.

Y tampoco Dios está ausente en este camino. Aquí hay que recurrir a la experiencia de tantos matrimonios cristianos que han sentido muy hondamente cómo esta presencia de Dios no es una bella teoría sino una realidad bien palpable. Una vez más hay que confiar aquí en que Dios no es indiferente a todo esto, como tampoco lo es ante aquellos rincones de la vida donde la limitación y la impotencia humana se hacen más dramáticas. No es que con Dios todos los problemas se resuelvan como por arte de magia, o que no existan siquiera los problemas. Pero sí que con Dios todo esto se vive de otra manera: su presencia deja sentirse como fuerza, como estímulo, como acicate para seguir siempre adelante.