Casarse por la Iglesia o casarse por lo civil

En una sociedad mayoritariamente católica ha estado vigente largo tiempo que el matrimonio había de celebrarse en su forma religiosa y ésta tenía consecuencias civiles, lo que a muchos les lleva aún a entender que si no hay boda por la Iglesia el matrimonio resulta incompleto y la situación de la pareja es irregular. Esta mentalidad conduce frecuentemente a la celebración de uniones canónicas por personas sin fe, con lo cual la ceremonia queda vacía de contenido religioso.

El compromiso matrimonial de una pareja, que se vive día a día en una entrega total, exclusiva y definitiva, es algo bueno de por sí. Pero si no se da tal compromiso, si la unión se celebra a prueba, pudiéndose romper cuando uno de los dos o ambos se harten, tal matrimonio no nace de un amor auténtico sino de cualquier otra motivación equivocada o insuficiente. Por ello, si la elección de la forma civil o religiosa se hace pensando en que resulta más fácil la disolución o ata más al cónyuge, es un mal principio para compartir una vida en común por nacer de una “sospecha” hacia el compromiso y  entrega total. Casarse es un modo de expresar que realmente se ha abandonado el nido materno para tejer otros lazos fuertes y asumir una nueva responsabilidad ante otra persona.(AL.131)

Para los bautizados, que realmente creen y se sienten miembros de la Iglesia, el matrimonio es un sacramento y la única forma válida de celebrarlo es canónicamente. El sacramento del matrimonio es un signo de salvación. El compromiso de vida en común sobre la base de su amor, sin dejar de ser puramente humano, se eleva a una nueva dimensión: hacer de su amor una señal del amor de Dios.

Pero muchas personas se consideran cristianas entendiendo su cristianismo más como tradición cultural, que como vivencia de fe y pertenencia a la Iglesia. Para algunos incluso la boda religiosa tiene algún sentido mágico para evitar futuros problemas. Por eso podemos pensar ¿no sería preferible que se casara menos gente por la Iglesia y que las parejas que lo hicieran fueran plenamente conscientes de lo que hacen? En la práctica las cosas no son tan sencillas. ¿Qué hacer? ¿Qué sentido tiene el que muchas parejas celebren el sacramento del matrimonio sin tener una fe viva y sin que luego, en su vida matrimonial y familiar, el haberse casado así tenga la más mínima influencia? ¿Hubiera sido preferible evitarlo? La respuesta es compleja y hay que encuadrarla en la necesidad de una nueva evangelización que conlleva entender bien la vida cristiana y qué es el sacramento del matrimonio. El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos. (AL.72)

Mucha gente que se confiesa cristiana no ha recibido una formación adecuada sobre lo que esto supone ni a qué compromete nuestra fe. Una sociedad cada vez más plural, facilitará que muchas personas se declaren abiertamente no cristianas. Por ello el ser cristiano es hoy una opción personal plenamente consciente, que no puede consistir en un “cristianismo a la carta” en la que cada cual elige arbitrariamente unos contenidos de fe y otros no, unas actitudes morales y otras no. La preparación al matrimonio puede ser un buen momento para  actualizar la fe de la pareja y plantearse seriamente a qué se comprometen si se casan por la Iglesia. Se trata de una suerte de « iniciación » al sacramento del matrimonio que les aporte los elementos necesarios para poder recibirlo con las mejores disposiciones y comenzar con cierta solidez la vida familiar. (AL.207)

Tendremos que poner de nuestra parte todo el esfuerzo necesario para que el matrimonio funcione, se consolide, supere las dificultades, igual que las parejas que se casaron por lo civil. Pero este esfuerzo, asistido por la gracia, tendrá un valor trascendente, un valor de salvación. En ese esfuerzo, en todo acto de amor, está Dios que nos ama. Tanto para los creyentes como para los que no creen, pero los creyentes lo sabemos y ello mantiene nuestra esperanza, de la que habremos de dar razón a “todo el que os la pidiere” (I Pedro 3,13).