Si en el animal el sexo es un mecanismo biológico para la reproducción, en el ser humano es algo mucho más rico y complejo. ¿Qué papel ocupa entonces la fecundidad?

Transmitir la vida humana es una capacidad maravillosa que necesita el concurso de la pareja, pero esta transmisión puede realizarse dentro de una relación de amor o ser mera consecuencia de la biología. El amor auténtico tiende por su propia naturaleza a expandir la vida, el instinto biológico busca en primer lugar satisfacerse, aunque al hacerlo se transmita la vida y, aunque el resultado inmediato sea el mismo –el nacimiento de una nueva vida, siempre sagrada y digna de respeto- el contexto en que se realiza es totalmente diferente.

La procreación no es algo potestativo o indiferente, como si fuera igual tener hijos que no tenerlos. El hijo es el final de un proceso que el hombre no debe detener arbitrariamente. Vivir la sexualidad como entrega y donación lleva consigo estar abiertos a que el amor se haga fecundo. Y el hijo nacido del amor refuerza y enriquece el amor de sus padres. El amor siempre da vida. Por eso, el amor conyugal « no se agota dentro de la pareja. Los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo. (AL.165)

Esta es la gran paradoja del amor humano, incluso cuando se expresa mediante el sexo: que al darse no pierde nada, sino que lo gana todo.

La fecundidad, de que hablamos, no es sólo una fuerza ciega e irracional presente en el cuerpo humano, sino que deber ser también humana en el pleno sentido de la palabra, es decir, responsable y consciente, libremente aceptada.

Pero esta responsabilidad ha de entenderse rectamente. La pareja replegada sobre sí misma, cerrada a la transmisión de la vida, no vive el amor sino su opuesto, el egoísmo, porque el amor tiende a ser fecundo. Se excluyen los hijos porque ellos exigirán esfuerzos y dedicación, porque pueden “perjudicar” nuestra vida profesional, nuestra vida de relación, el disfrute de nuestras comodidades. El hijo deja de ser la mejor realización de nuestro amor ya que queda pospuesto a vivienda, profesión, viajes, nivel de vida. Habrá que preguntarse por la autenticidad de ese amor en el que la fecundidad queda fuera del proyecto de vida a causa de las distintas circunstancias que nos afectan. A pesar de estas dificultades, la paternidad debe constituir un anhelo a alcanzar, aspiración irrenunciable, que exigirá a la pareja revisar permanentemente sus actitudes según las circunstancias que les afecten. No permitas que los miedos, las preocupaciones, los comentarios ajenos o los problemas apaguen esa felicidad de ser instrumento de Dios para traer una nueva vida al mundo.(AL.171)

Por otra parte, procrear no es sólo traer hijos al mundo, sino comprometerse a hacerlos personas humanas a través de su educación. Tarea difícil que se prolonga en el tiempo y que exige medios y esfuerzos y una constante capacidad de adaptación. Este cuidado por los hijos, exige nuestra responsabilidad constante y compartida, el acuerdo permanente y renovado de la pareja para responder a las exigencias cotidianas en la medida en que éstos crecen y se desarrollan.

El término paternidad responsable, frente a una fecundidad meramente biológica, significa un examen atento de nuestras posibilidades, pero también de nuestro orden de valores; de nuestras obligaciones, de nuestras actitudes. Y todo ello desde la honestidad con nosotros mismos, sin dejarnos seducir por opiniones ajenas, por muy mayoritarias que se nos presenten. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores”(AL.68). Ser responsables de algo es asumir una decisión después de un atento y minucioso examen. Por el contrario, es totalmente irresponsable tomar decisiones a partir de razones falaces tales como el gusto: “no me gustan los niños”, la opinión mayoritaria: “todo el mundo hace…”, la desconfianza y el miedo: “los hijos son una carga”.

 Una auténtica planificación familiar ha de conjugar nuestros ideales, nuestros valores y nuestras posibilidades, sensible siempre a los cambios que puedan irse produciendo para adaptarse con flexibilidad. Por tanto, no puede entenderse como una decisión tomada de una vez para siempre: “niños ninguno”, “solo un niño”, “solo una parejita”… etc. La pareja, por consiguiente, estando atenta a sus circunstancias cambiantes, deberá adoptar una actitud de apertura hacia la vida como criterio fundamental.

El término de planificación familiar muchas veces se reduce a la búsqueda de los medios más eficaces a emplear para evitar o espaciar la llegada nuevos hijos, pero antes de preguntarse por los métodos más adecuados, hay que pensar con toda honestidad la actitud a adoptar y las razones últimas y auténticas que nos mueven a ello. Una planificación seria, basada en criterios sólidos y objetivos, hará posible conjugar el amor conyugal y la fecundidad. Por supuesto que surgirán situaciones de conflicto y dificultades a resolver, pero la única forma de afrontarlas será desde fundamentos claros y voluntad firme. El autocontrol, el dominio de sí mismo, el equilibrio emocional, etc., son valores cuyo ejercicio facilita en gran medida la solución de situaciones conflictivas.

Otro criterio importante para tomar decisiones es la generosidad, opuesta siempre a la comodidad y al egoísmo. Procrear y educar es una tarea difícil, dura y sacrificada. Es fácil que ante ella sintamos miedo, incluso la tentación de no complicarnos en exceso la vida. No es raro que una pareja recién casada, que está empezando a experimentar el gozo profundo de la convivencia matrimonial, sienta cierta resistencia a tener hijos. Y sin embargo esta etapa primera suele ser la mejor para tenerlos (aunque no podemos excluir algunos casos en que fuera aconsejable esperar). Pero esta dificultad no se presenta sólo en los primeros años de matrimonio: a lo largo de toda la vida de casados habrá que mantener esta actitud de generosidad ante los hijos nacidos o por nacer.

Pero hay parejas que, por razones puramente genéticas, resultan infecundas. Con razón pueden preguntarse angustiadamente por el sentido de su amor. Pues bien, para estas parejas la falta de hijos biológicos no debe ser obstáculo para que su amor sea fecundo y generoso. La maternidad no es una realidad exclusivamente biológica, sino que se expresa de diversas maneras (AL. 178). Solo habrá que buscar fórmulas sustitutivas de fecundidad:

  • trabajando de una manera más activa por los demás, orientando hacia éstos las energías que hubiera exigido una familia con hijos;
  • adoptando alguno de los muchos hijos sin padres –bien porque no los tienen, bien porque han sido abandonados- y que echan de menos como nadie el calor del hogar y el amor humano.

La adopción es un camino para realizar la maternidad y la paternidad de una manera muy generosa… Nunca se arrepentirán de haber sido generosos. Adoptar es el acto de amor de regalar una familia a quien no la tiene. (AL.179)

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